Como tantas otras cosas, el April Fool’s Day (Día de los Tontos de Abril) surge de un malentendido intercultural. La hipótesis más extendida señala que, durante un viaje por su reino, el rey Carlos IX descubre que la festividad de Año Nuevo se celebra en fechas distintas dependiendo de la diócesis: el 1 de marzo, el 25 de marzo, el 25 de diciembre, etc. Con el objetivo de unificar esta incómoda incoherencia y adaptarla al calendario gregoriano, en 1564 el monarca añade el artículo 9 al Edicto de Roussillon, mediante el cual la festividad se traslada definitivamente a 1 de enero.

Sin embargo, para bien o para mal, los cambios culturales no se implementan con solo chasquear los dedos. El mundo descubrió que los franceses, y de paso también las colonias protestantes del Nuevo Mundo, siguieron empleando la fecha tradicional en la que celebraban la entrada del nuevo año. No nos diferenciamos tanto de aquellos europeos del siglo XVI, que señalaron con el dedo a quienes no se sumaron al carro de la nueva moda y siguieron apegados a sus antiguas tradiciones. Como resultado, se convirtieron en el hazmerreír de una época y el objeto de chanzas por creer que el Año Nuevo se celebraba, qué barbaridad, del 25 de marzo al 1 de abril.

«BROMAS» LINGÜÍSTICAS

Hay puntos en los que la cultura se mezcla con la lingüística. Del mismo modo en que no es posible realizar un cambio cultural con solo chasquear los dedos, tampoco es posible introducir un cambio lingüístico con una varita mágica: al igual que es el pueblo quien dicta la tradición, también son los hablantes quienes dictan el empleo del lenguaje. Más curioso resulta quizás que también los malentendidos interculturales tengan su reflejo en los malentendidos lingüísticos. Uno de los más habituales son los temidos falsos amigos: palabras que a nivel gráfico o fonético guardan similitud entre dos idiomas, pero que nada tienen que ver en cuanto a significado.

El problema es que estos bromistas no solo atacan el 1 de abril, sino que los muy tozudos se empeñan en hacerlo a lo largo de todo el año, escudriñando desde los rincones del texto a la espera del momento en que puedan abalanzarse sobre su presa. Quizás adopten la fachada de un incómodo constipated (que no significa ‘constipado’, sino ‘estreñido’) o un vergonzoso molest (que no significa ‘molestar’, sino ‘acosar sexualmente’). Estos son solo dos de los típicos graciosos que asaltan a los traductores en cualquier época del año. Solemos estar advertidos contra ellos, pero otros muchos pasan desapercibidos sin que nos demos cuenta. Por ejemplo, un attic no es el lujoso piso superior de un edificio, sino que a menudo hace referencia a una cochambrosa buhardilla. ¡Y pobre de aquel que asuma que embarrased equivale a ‘embarazado’ en lugar de ‘avergonzado’!

Y EN EL CONTEXTO AUDIOVISUAL…

Sin embargo, no es este el único medio por el que las palabras y sus desafortunadas combinaciones se empeñan en jugárnosla a lo largo de todo el año. Estas criaturas de hábitat lingüístico poseen un don particular para la creatividad y los dobles sentidos: bromas muy graciosas para el receptor en la lengua original, pero no tanto para la persona encargada de transmitirla en la lengua de destino. Si las cuentas no me fallan, han pasado casi setenta años desde la publicación de El Señor de los Anillos, brillante creación de J. R. R. Tolkien, pero más brillante resulta todavía el pequeño juego de palabras oculto en sus páginas. Famosa es la frase de Gandalf «Fly, you fools!», pronunciada al borde del abismo en su enfrentamiento con el terrible Balrog de Moria.

En estas tres palabras se oculta una broma retorcida que se niega a doblegarse ante los esfuerzos del traductor. Por contexto, el anciano istari parece instar a sus compañeros a que salgan huyendo (fly o ‘huir’). Sin embargo, cabe preguntarse si es eso lo que realmente quería decir el mago o si la palabra fly no debería adoptar un significado más literal: volar. Porque, reconozcámoslo, la comunidad del anillo se habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza si, en efecto, hubieran volado hasta su destino por medio del transporte aéreo de la época: las águilas.

En este caso la broma lingüística la sufren los personajes, los lectores en la lengua original —que no perciben el doble sentido hasta el desenlace de la trama— y el traductor que se tira de los pelos. Lo que parece un caso puntual, tres palabras escondidas en una trilogía, es solo uno de los muchos síntomas de la retorcida inclinación de las palabras por las bromas de mal gusto. Todos tuvimos el placer de ser víctimas de una de ellas al revelarse el origen del peculiar nombre Hodor. Y, sí, ese día descubrimos que las palabras nos la habían jugado. Ni en un caso ni en el otro había modo de inferirlo, he ahí el arte de las bromas lingüísticas: sugieren, pero nunca muestran ni indican con el dedo «estoy aquí» para que podamos detectarlas. Su arte reside en que solo reparamos en su presencia una vez que hemos caído en ellas. Son buenas bromas.

CENTRARSE EN DETECTARLAS

Estos son tan solo dos de los problemas a los que se enfrenta el traductor en el día a día. Su naturaleza creativa hace que sean difíciles de eliminar y a menudo requieren de toda nuestra atención. Por lo tanto, ¿qué mejor solución que dejar a un lado los problemas contra los que sí que podemos tomar medidas? Si podemos olvidarnos de la corrección terminológica gracias a un buen gestor de glosarios, el tiempo y el esfuerzo que podemos dedicar a los aspectos más creativos del lenguaje se incrementa. Quién sabe, tal vez así seamos capaces de pararles los pies a estos escurridizos bromistas un poco más a menudo.