Cosas de personas y cosas de ordenadores

Adelante, pasen y vean, ¡bienvenidos al futuro! Estamos en 2023 y si por algo se han caracterizado estas últimas semanas —con permiso de la BZRP Music Sessions #53 y Shakira— es por la sobrecogedora cantidad de noticias que han tenido a la inteligencia artificial como protagonista y que nos la han presentado como obradora de milagros. Generación de imágenes, incursiones en el mundo del doblaje, la explosiva entrada en escena de ChatGPT... Los titulares se suceden con proezas a cuál mayor que la anterior. Del primer bloque se podría destacar la entrañable colección de imágenes que pone cara a las comunidades autónomas españolas, del segundo se puede extraer material para un semestre de Traducción Audiovisual y en cuanto al tercero... bueno, diremos que los profesores han sido los primeros en enfrentarse a las consecuencias. El famoso chatbot de OpenAI recorre los pasillos de las facultades, ha obtenido aprobados raspados en exámenes de Derecho y se ha convertido en la herramienta que, supuestamente, desbancará a Google como buscador de referencia para todos nosotros.

Las posibilidades se amplían en la misma medida en que lo hacen los peligros, por lo que la red no ha tardado en llenarse de perspectivas que tan pronto hablan del paraíso en la tierra como del aterrador futuro vaticinado por Terminator. Y cualquier término medio entre ambos extremos, claro está. Las noticias más recientes, que insinúan el despido de 180 empleados de BuzzFeed para ser sustituidos por una IA, no parecen muy halagüeñas. Ya comienza a oírse el runrún cibernético del listado de empleos que se encuentran en peligro de extinción a causa de la llegada de cerebros artificiales capaces de superar con creces las posibilidades del ser humano.

AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR

Y es que parte de razón hay en estos temores: los ordenadores son ordenadores. Esto los convierte en los candidatos idóneos para hacer cosas de ordenadores, pero no cosas de personas. Es innegable que puede sonar como una perogrullada o incluso como una cita atribuible al mismísimo Mariano Rajoy; pero esta máxima es a su vez el punto de partida para el tema que nos ocupa, puesto que la traducción es a todas luces cosa humana. El lenguaje es cosa humana. La descripción de la realidad es cosa humana. Y también la descripción de las emociones es cosa humana. Las máquinas pueden emularlas, por algo se creó el test de Turing y por algo Blade Runner se ha convertido en una joya de la ciencia ficción, pero de ahí a que las experimenten hay un trecho. Replicantes (Blade Runner) y Jane (La voz de los muertos) aparte, falta mucho para que la conciencia de la carne se transmita al metal. Para hablar como un humano, hay que experimentar la vida y pensar como un humano.

No es este un debate lingüístico que nos pille de nuevas. Todos recordamos el escándalo a raíz de que saliera a la luz que los subtítulos de El juego del calamar habían sido generados mediante traducción automática y poseditados, a continuación, por una persona de carne y hueso. Nos hallamos ahora en la misma tesitura, solo que con una vuelta de tuerca más. El problema de base sigue siendo el mismo, lo único que cambia es la potencia de las herramientas que realizan el trabajo automatizado.

Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS

Toda herramienta de traducción automática ha sido previamente alimentada con información proveída por seres humanos: esos somos nosotros. Bien sea mediante una ingente cantidad de texto o mediante la inserción de una serie de reglas lingüísticas que permiten trasladar el mensaje de una lengua a otra, la máquina coteja la información de la que la hemos provisto y arroja un resultado que en muchos casos puede ser impecable. Es curioso esto de ser humano, puesto que cuando realizamos el mismo trabajo, nuestra mente no piensa en los textos que almacenamos en el cerebro ni en reglas universales, sino que vuelca su esfuerzo neuronal en comprender el texto de origen y expresarlo en la lengua meta. Aquí se puede ver con claridad: cosas de ordenadores y cosas humanas.

Incluso si estas herramientas automatizadas tienen como punto de partida nuestro propio lenguaje, con sus corpus y con sus reglas, el resultado no es la generación de lenguaje sino un análisis de la información verbal que le ha sido inculcada para incurrir en una imitación de aquello que se le ha enseñado. Lo reitero: es curioso esto de ser humano. Cuando se imparten clases de traducción es la automatización lo primero que trata de anularse en los estudiantes. El espíritu crítico se fomenta, al igual que la lectura en profundidad, con el objetivo de percibir aliteraciones, juegos de palabras, grados de verosimilitud, registros, sociolectos, idiolectos, ironías, dobles sentidos, ritmos, cadenas de argumentos, ambigüedades voluntarias, inferencias y recursos varios para asegurarnos de que, al adaptar elementos complejos, el receptor pueda comprenderlos con facilidad gracias a nuestra forma de expresarlos. Ninguno de estos aspectos tiene nada que ver con las palabras, la sintaxis y la semántica propiamente dichas, sino con la forma que adopta el mensaje una vez que alcanza el cerebro del receptor. Del mismo modo en que el sonido solo son ondas hasta que nuestro oído las descodifica, el texto solo son trazos sobre el papel hasta que el cerebro los interpreta. Y, por cerebro, nos referimos a «cerebro humano».

El lenguaje es por naturaleza ambiguo y cada persona se expresa del modo que le resulta más propio. No es lo mismo leer a Carlos Ruiz Zafón que a Borges que a Julio Cortázar. Cualquier persona dedicada al mundo de las palabras coincidirá, supongo, en que aquí radica su magia. Borges tradujo, con mejor o peor fortuna, Orlando de Virginia Woolf. Cortázar hizo otro tanto con los cuentos de Edgar Allan Poe. Si hubieran intercambiado estas obras, o si se las hubiéramos entregado a una clase de estudiantes de Traducción e Interpretación, y comparáramos los resultados, descubriríamos una voz detrás de cada propuesta. Irrepetible. Inimitable. Tanto en su percepción del texto como en su expresión, gracias a los matices que somos capaces de contemplar más allá de la gramática.

Ese es precisamente el obstáculo que la traducción automática, al menos en un futuro cercano, no va a poder superar. La traducción humana potencia, de 0 a 10, la multiplicidad de lecturas, de interpretaciones, de propuestas, de voces y de opciones; en tanto que la traducción automática con la que contamos, por correcta y pragmática que sea, siempre arrojará el mismo texto dadas las mismas condiciones y jamás modificará su 5 inicial. Si alguien no ha quedado convencido con esta explicación, que recurra a una clase de alumnos jóvenes y les dé un insulto en inglés a traducir con plena libertad: «jerk». Tras comprobar el colorido abanico de respuestas para esta palabra de cuatro letras —¡no hablemos ya de una novela!—, creo que la creatividad verbal del cerebro humano saltará a la vista superando con creces el «idiota» que arrojan los motores de traducción como solución unitaria.

P. D. Hemos preguntado a Chat GPT y está de acuerdo con esta línea de argumentación.

Autora: Maite Madinabeitia
Traductora: Katie L. Wright
Correctora: Elisabet Pina